sábado, 10 de octubre de 2009

Año Internacional de la Astronomía: Descubrimientos


A diferencia de los antiguos, que empleaban la observación y el razonamiento, Galileo utilizó el método observacional y experimental, para posteriormente, traducir sus resultados al lenguaje matemático.

Innumerables son las innovaciones, que a lo largo de su fecunda vida aportó al conocimiento científico:
-Enunció el principio de inercia.
-Estudió la caída de los cuerpos y demostró que la misma no depende de la masa de éstos.
-Descubrió las leyes que rigen las oscilaciones del péndulo.
-Perfeccionó el anteojo refractor que había sido inventado en Holanda, y observó con su ayuda la “bóveda celeste”, quedando maravillado por lo que vio (de hecho, en pocos meses, Galileo percibió por medio de este nuevo y casi mágico instrumento de óptica, fenómenos que habían estado vedados al ojo humano durante ya no siglos, sino durante milenios).

Miró al entonces llamado disco solar, y descubrió las famosas “manchas solares” cosa que lo dejó perplejo, ya que desde la más remota antigüedad se venía afirmando que el SOL era “inmaculado”.

El mismo Copérnico había afirmado que “por ser el Sol hermoso”, debía ocupar el centro del Cosmos.

Observemos la importancia de los descubrimientos astronómicos, que a lo largo de los siglos, no sólo han contribuido al conocimiento científico, sino también a eliminar erróneas ideas y falsas concepciones acerca del Universo.

Enfocó a JÚPITER y apreció que allí existían cuatro astros que circulaban a su alrededor. Acababa de descubrir los cuatro primeros satélites, posteriormente denominados “galileanos”, a los que llamó las “Estrellas de los Médicis” para congraciarse con la poderosa familia de banqueros que gobernaba en Florencia.

Pero esta denominación no cristalizó, y evitó que los Médicis que ya habían rodado bastante por la historia del mundo, continuaran haciéndolo alegremente por los cielos.

Pesó más la tradición, y los nuevos cuerpos celestes recibieron nombres mitológicos: Io, Europa, Ganímedes, y Calixto, todos ellos amantes del máximo dios olímpico.

Pero no quedó ahí la cosa: la atenta observación de Galileo, le permitió comprobar que estos cuerpos se movían alrededor de Júpiter, demostrando así que la Tierra no era el “centro absoluto” del Universo, ya que existían por lo menos cuatro (por supuesto que muchos más) astros, que se movían en torno a otro cuerpo celeste. Observó a la Luna, y apreció la existencia de montañas, llanuras, cráteres, ranuras, diques, etc.

Los filósofos de la época, decían que la superficie lunar debía ser lisa, ya que la menor arruga era signo de una supuesta imperfección, inadmisible en los cuerpos celestes según el enfoque aristotélico. Pero allí estaba, sin embargo, Selene, mostrando su superficie craterizada y por demás accidentada.

Enfocó al planeta Venus, y pudo comprobar una de las predicciones más elocuentes del discutido Copérnico, dado que efectivamente, el astro que simbolizaba a la diosa romana de la belleza, del amor, y de la voluptuosidad, presentaba fases, como las lunares.

Galileo demostró la existencia de todas las fases completas, derribando así una de las más importantes objeciones a la tesis copernicana.

Dónde están, señor Copérnico las fases de Venus, preguntaban los geocentristas, y el sabio polaco no podía decir nada. Sin embargo respondió como un iluminado, afirmando que Mercurio y Venus, por ser planetas interiores, debían tenerlas, y que las mismas, serían descubiertas cuando se “perfeccionaran los mecanismos de observación”.

Y bueno, medio siglo después, la figura señera de Galileo, permitía a todos darse cuenta que Copérnico había estado en lo cierto.

Para los filósofos medievales y renacentistas, la “lechosidad” que presentaba la llamada Vía Láctea, era gaseosa, según pensaban.

Galileo comprobó que la misma estaba formada por la acumulación, en profundidad, de un extraordinario número de estrellas.

Además de gases, había indudablemente una inmensa cantidad de astros fulgentes, que en definitiva resultarían ser lejanísimos “soles”.

También apreció confusamente al planeta Saturno, (Señor de los anillos), creyendo que estaba formado por “tres cuerpos”. Y por tal motivo, lo llamó el “tricorpóreo”. Como con anterioridad, había visto telescópicamente a los cuatro satélites de Júpiter, pensó que debían ser dos lunas que acompañaban al viejo Saturno (Cronos en la mitología griega, el dios del Tiempo), en su viaje por el espacio interplanetario.

Evidentemente, su primitivo anteojo refractor distaba mucho del perfeccionamiento que caracteriza a los actuales. Ello hizo pensar que el planeta y sus anillos, presentaban esa forma irreal.

Fue en el Jardín QUIRINAL del Cardenal Bandini, cuando Galileo mostró por primera vez en 1611 a los señores romanos, las manchas del sol, que él había descubierto en 1609.

Por tan extraordinario acontecimiento, Roma lo colmó de honores y elogios. Consecuentemente, descubrió poco después, la rotación y la esfericidad del astro del día.

Ya no podría afirmarse que el sol era un disco o un plato. Indudablemente era esférico. El movimiento macular, así lo probaba.

En el campo de la física, Galileo se singulariza por sus estudios acerca de la caída de los cuerpos. Por medio de un experimento, que según la tradición se efectuó desde la famosa “Torre inclinada de Pisa” (y si se hubiera hecho desde otro lugar, lo importante es el resultado final, que lógicamente es el mismo), demostró dejando caer objetos de igual forma, que la distancia recorrida en la caída, crece proporcionalmente al cuadrado del tiempo.

Esto contradecía las enseñanzas aristotélicas, que afirmaban (basadas en la deducción) que un cuerpo con una masa doble a la de otro, caería en la mitad del tiempo que éste.

Hizo a un lado las nociones escolásticas acerca de “la gravedad y la levedad absolutas”, sosteniendo que son términos puramente relativos, y que todos los cuerpos, incluso los “invisibles como el aire”, tienen peso, y que en el “vacío” todos los cuerpos caen con igual velocidad.

No era sino un adolescente, cuando su magistral observación de las oscilaciones de una lámpara colgante en la grandiosa Catedral de Pisa, le condujo al descubrimiento del importante principio del isocronismo del péndulo.

Galileo, que además fue un fino escritor, un delicado poeta, y un exquisito músico, poseyó una idea de la gravedad mucho más profunda incluso que la de Leonardo da Vinci, ya que se dio cuenta que la fuerza que obliga a la luna a circular alrededor de la Tierra, y a los satélites de Júpiter a girar en torno a dicho astro, es la misma que atrae a los cuerpos hacia la superficie terrestre. Pese a ello, nunca tradujo sus observaciones en leyes, ni se percató de todas sus consecuencias, como sí lo haría Newton cincuenta años después.

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